"La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestro arte, es más, lo exalta y lo nutre, lo anima a atravesar el umbral y a contemplar con ojos fascinados y conmovidos la meta última y definitiva, el sol sin crepúsculo que ilumina y hace bello el presente."
Benedicto XVI
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CATEQUESIS VI. Sacramento de la Misericordia y el poder sanador del Perdón
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
- «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió:
- «Paz a vosotros.
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. » Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
- «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Según san Juan, en la primera aparición de Jesús Resucitado a sus discípulos, el Señor regala a la Iglesia el Sacramento de la Misericordia: a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados…
El contexto en el que se desarrolla la escena es muy importante para comprender la profundidad del Don que Jesús está haciendo a su Iglesia. Vamos a entrar en ello:
La experiencia del vacío y de la ausencia de Dios
La experiencia de vacío es muy humana. Somos seres incompletos, que nos vamos haciendo a lo largo de la vida, y eso significa, en determinados momentos, constatar “lo que nos falta”. El deseo habla en nuestro interior buscando “algo más”, “alcanzar una plenitud”, que mientras tanto, nos tiene inquietos en el día a día.
La vida consiste en elegir la mejor manera de “llenarnos”, para calmar el hambre y la sed que tiene nuestro corazón. De aprender a elegir correctamente depende nuestro crecimiento o el quedarnos en la amargura del vacío que conduce a la desesperanza.
En la Palabra de Dios,
ese vacío se identifica con la “ausencia de Dios”.
Las personas necesitamos llenarnos de Él, como si fuéramos
vasijas vacías destinadas
a ser colmadas del agua del Espíritu (Jn 4,14).
Esa es la realidad que presenta san Juan en su Evangelio.
Anochece y los discípulos están encerrados por miedo;
el ambiente no puede ser más desolador.
Ante la ausencia de Jesús, sólo les queda buscarse
para hacerse compañía
y amortiguar así el duelo por la muerte del Señor.
Esa Presencia de Jesús que llena a las personas se nos va regalando a lo largo de la vida en forma de amor. Desde el momento de la concepción nuestra “vasija” se va llenando en primer lugar, por la acogida del amor de los padres, seres queridos, amigos… Llegamos a identificar “vacío” con soledad y “estar llenos” con sentirnos amados. En la experiencia del amor nos jugamos TODO.
Por esa misma razón Dios se nos da a conocer como amor… absolutamente gratuíto, incondicional, misericordioso… capaz de colmarnos.
Entonces, desde todo esto… ¿qué es el pecado? El pecado es elegir aquello que no me llena sino que me hace daño y me hace permanecer en el vacío. Recordemos la escena de los discípulos reunidos en el anochecer del día de Pascua: después de la muerte de Cristo sólo queda la soledad, la fuerza del miedo y la oscuridad.
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Una cosa es el pecado y otras son las heridas de la vida. El pecado responde a una elección libre y personal. Sin embargo, las heridas de la vida son los sufrimientos que nos han causado o nos causan las experiencias de ausencia de amor, voluntarias o no, de otros hacia nosotros. Estas heridas de la vida, dependiendo de su gravedad, provocan dolor, falta de paz, miedos, inseguridad, falta de auto-estima, complejos, desequilibrios emocionales… Las heridas de la vida forman parte de nuestro camino porque ninguno somos perfectos ni podemos amar perfectamente. Sólo Dios ama cien por cien.
Estas heridas, como ausencia de amor, también necesitan ser sanadas con la medicina de la Misericordia de Cristo. Son vacíos, aunque no hayan sido libremente elegidos.
¡Atención con las heridas de la vida! Todos estamos heridos, queramos o no, aunque este tipo de vacíos no son fáciles de detectar. Muchas veces, las heridas de la vida han quedado ocultas por nuestros mecanismos naturales de defensa pero no dejan de afectar nuestro comportamiento. Detrás de muchos ateísmos y de problemas en la relación con Dios, con los demás y con uno mismo, están estas heridas de la vida en el fondo.
“¿Por qué mi mal humor?” o “¿por qué me cuesta tanto rezar?” “¿por qué me cuesta tanto dejarme amar?” “¿por qué esto o lo otro?” Nos preguntamos en la vida espiritual y la única respuesta no es simplemente “porque somos pecadores”. Las heridas de la vida tienen poder para afectar, incluso condicionar, nuestra conducta porque ¡no dejan de ser vacíos de amor en nuestra intimidad!
Antes o después, si nos dejamos llevar
por el deseo de plenitud que habita en el corazón
y somos sinceros con nosotros mismos,
nos encontraremos con la necesidad de poner a la luz de Dios
nuestros vacíos, pecados y heridas,
para que el Señor ponga su medicina y pase sanando… salvando.
Sólo la ausencia se llena con Presencia…
La ausencia de Dios, la nostalgia que experimenta el corazón respecto de su Creador sólo puede ser llenada por Él mismo…en Persona. Para cambiar a los discípulos desolados en el Cenáculo no era suficiente palabras alentadoras y de consuelo… ¡¡¡necesitaban ver y tocar a Jesús vivo y resucitado!!!
Aquí entendemos la importancia de los Sacramentos de la Iglesia como “signos visibles” en los que se manifiesta la Presencia de Jesús Resucitado. Tenemos un cuerpo con 5 sentidos que también tienen que entrar en juego en la experiencia de la Fe.
Aproximándonos un poco al significado del Sacramento de la Reconciliación, por tanto, desde la lectura de san Juan, es un verdadero encuentro pascual con Jesús vivo, que se nos acerca a través de la persona y la palabra del sacerdote. Confesar los pecados, expresar nuestras heridas, recibir la imposición de las manos para la Absolución, escuchar la oración de perdón… el abrazo del ministro… ¡¡¡todo nos habla de Jesús verdaderamente presente!!!
Por tanto, el primer acto de la Misericordia divina es que Jesús se hace presente, entra en nuestra casa con las puertas cerradas, en el lugar del vacío y de la soledad para llenarlo con su Presencia. Como hizo con sus discípulos, Él no entra para acusar, reprochar o culpabilizar, sino para sanar.
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Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor…
Les enseñó las manos y el costado… la debilidad de Cristo.
Por experiencia sabemos que nos es más fácil abrir el corazón ante alguien que de alguna manera es como nosotros o ha pasado por lo mismo. Sólo ante quien nos mira de frente, a los ojos, ante “otro yo” podemos descansar nuestra intimidad.
Jesús, al enseñarles a los discípulos las heridas de las manos y el costado, abiertos el Viernes Santo en la Cruz, el Señor no sólo quiere indicar que Él es el mismo que estuvo clavado en el Calvario, sino que está haciendo un encuentro de tú a tú, de misericordia, con sus amigos.
Hacia los heridos, Jesús se muestra herido. Ante los pecadores, Jesús muestra los signos de su Pasión recordando que Él cargó en su Pasión con nuestros pecados para redimirnos. Ante los que se sienten débiles el Maestro muestra las marcas de su cuerpo, haciendo memoria de la debilidad y la pobreza que los ojos de los discípulos vieron en el Señor el Viernes Santo y así alejar el miedo y la desconfianza.
Y todo esto ¿dónde lo vemos en el Sacramento del perdón? Como todo Sacramento, también la Reconciliación se celebra con signos, que por simples y sencillos, nos muestran está “humillación de Jesús” que se pone a nuestra altura.
-El sacerdote: Jesús ha querido actuar a través, no de un ángel, sino de una persona pobre y pecadora, tanto o más que el que se acerca a pedir el perdón. Por tanto, piensa más en la misericordia del Señor que viene a tu encuentro a través de un hombre frágil que en la idea de que estás ante alguien superior a ti. No te quedes en el “padre tal o el padre cual” sino mira a Cristo en él.
-La imposición de manos: las manos que se imponen sobre la cabeza del penitente nos recuerdan a estas manos heridas de Cristo Resucitado que se muestran, no se ocultan, ante los discípulos. Las manos de un Dios hecho hombre que cubren, acarician y protegen a la persona que se reconoce pobre y necesitada de misericordia.
-Las palabras de la absolución: a través de la “humildad de la palabra” se realiza un milagro de misericordia grande. Tú escuchas “yo te absuelvo en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…” Palabras simples, breves… Sin embargo, lo que está sucediendo es algo muy grande: la sangre de Cristo, derramada para el perdón y la salud de los hombres, está tocándote para liberarte y sanarte de tus pecados y tus heridas.
El Sacramento de la paz, la alegría y el perdón
Paz, alegría y perdón son tres palabras que aparecen en el encuentro del Señor Resucitado con sus discípulos.
La paz y la alegría son el fruto de la restauración de una amistad que había quedado dañada en el corazón de los discípulos por su actuación durante la Pasión del Señor. Cobardes le abandonaron, le dejaron, le traicionaron, le negaron… Eligieron llenar su vida desde la obediencia al miedo y no tanto desde el riesgo que supone el entregarla por amor. Después de esto… ¿Jesús iba a seguir queriéndoles, iba a confiar en ellos, iban a seguir siendo sus amigos? ¡¡¡PUES SÍ!!! Eso es el perdón de Dios. Recibid el Espíritu Santo… a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados y a quienes se los retengáis les quedan retenidos.
Con esas palabras, Jesús les estaba enseñando hasta donde llega su amor y su misericordia: Él sigue contando con ellos y les entrega el Sacramento de la Misericordia. Misericordia que ellos mismos estaban experimentando sin límites en este encuentro con el Señor.
Perdonar, por tanto, no es simplemente el olvido de las culpas y ya está: es poner más amor donde el vacío que ha dejado el pecado o la herida es aún mayor. Cuando el Espíritu nos regala esta experiencia de Misericordia es cuando el corazón queda realmente curado, como les sucedió a los Apóstoles.
Nuestro perdón es raquítico. Muchas veces “disculpamos” o pronunciamos palabras de perdón aunque después no queremos mover un dedo para restaurar lo que está dañado o perdido. Y ciertamente, nuestro perdón no puede ser de otra manera porque somos humanos. El perdón “a medias” sólo tranquiliza la conciencia, pero no trae paz profunda ni alegría.
El Evangelio nos enseña que perdonar de verdad tiene como punto de partida la experiencia personal de la Misericordia de Dios en nuestro pecado y herida. Sin este paso previo, el perdón sólo queda a nuestras fuerzas, que son más bien pocas cuando se nos ha hecho daño.
La penitencia que manda el sacerdote y las palabras finales vete en paz expresan esta amistad restaurada por Jesús. Él sigue contando contigo y, señal de esto, te encomienda una oración sencilla o una obra de misericordia. La penitencia en el Sacramento de la Reconciliación, lejos de ser la “paga” por el perdón (Jesús ya ha pagado por nosotros en la Cruz) es la expresión de un amor renovado. Por eso somos enviados por el sacerdote, al despedirnos, a regalar a los demás lo mismo que nosotros hemos recibido de Dios.
Así, nuestra paz y nuestra alegría se hacen completas.
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